20 diciembre, 2016
Recuperamos aquí una conferencia brindada por Ramón Carrillo, el primer ministro de salud argentino.
Fue una eminencia en neurocirugía, habiendo realizado investigaciones científicas que resultaron en descubrimientos cuya importancia sigue siendo decisiva al día de hoy.
En 1946 decidió resignar su brillante carrera como investigador y docente (había ganado por concurso en 1942 la titularidad de la cátedra de Neurocirugía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires) para entregarse a servir a la salud pública, invitado por el electo Presidente Juan Domingo Perón.
Al frente de la salud pública argentina realizó una verdadera transformación de la política sanitaria que consiguió enormes logros en la reversión de las estadísticas de salud de la Nación, pero también realizó una revolución conceptual. Todo esto, dando prioritaria importancia al desarrollo de la medicina preventiva, a la organización hospitalaria, a conceptos como la «centralización normativa y descentralización ejecutiva».
Murió en la pobreza a los 50 años, exiliado en Brasil tras el derrocamiento de Juan Perón. La recuperación de su memoria para la historia de la medicina y de la salud pública mundial sigue siendo una asignatura pendiente.
El 22 de septiembre de 1946 fue inaugurado el hospital “17 de Octubre”, de Río Cuarto y Ramón Carrillo brindó la conferencia que transcribimos a continuación.
Ramón Carrillo: Política sanitaria argentina
Conferencia 22 septiembre de 1946
Traigo a este acto la representación del Excmo. Señor Presidente de la Nación, general don Juan D. Perón -quien no pudo concurrir personalmente, como era su deseo-, pero os puedo asegurar que con su afecto está presente ante el pueblo de Río Cuarto, el cual después de tantos años de espera ha convertido su sueño en la magnífica realidad del hospital que inauguramos el día de hoy.
Los médicos, por nuestra mentalidad profesional, asistimos en cierto modo con regocijo a la inauguración de un recinto como éste, destinado a albergar el sufrimiento humano, aunque como hombres sensibles desearíamos que no fueran más necesarios los hospitales ni los mismos médicos, puesto que así se habría consumado el triunfo de la medicina, el triunfo del espíritu sobre la materia; del bien sobre el mal.
Pensamos que ese triunfo será posible algún día al contemplar las admirables instalaciones de este hospital que relega en un ominoso pasado, que ahora nos parece todavía más remoto, aquellos lazaretos inhumanos, miserables rezagos del templo de Askalepios en Grecia, de los “valetudinarios” de la antigua Roma, de las “casas sin puertas” del Imperio, donde se hacinaban siniestras multitudes de enfermos y de donde bastaba salir con vida para ser proclamado ciudadano libre.
La asistencia médica es un derecho
La transformación de concepto y de método de acción por obra de la Iglesia durante ese período oscuro y fecundo de la historia humana que se llama la edad media permite organizar la
asistencia de los desventurados en las casas llamadas de Dios. Prelados, obispos y concilios toman a su cargo y reglamentan la atención de los enfermos y desvalidos, y con abnegación -que nunca será suficientemente reconocida- imponen la caridad como criterio médico, hasta que la Revolución Francesa penetra en los establecimientos eclesiásticos y los transforma en servicio público. Desde entonces los hospitales van resultando de un esfuerzo de sentido social, en virtud del cual la asistencia que reclama el necesitado es un derecho que refluye socialmente como un deber, no como una concesión graciosa.
La organización hospitalaria
Nosotros estamos en mora, como que aun sigue atendiéndose a los enfermos con criterio de caridad, criterio suficiente en otra época, pero no en la que vivimos, que es la época de las mayores transformaciones sociales; no obstante lo cual, una gran mayoría de nuestros hospitales están ya a cargo del Estado y el Estado ha organizado su servicio, con el concepto administrativo de realizar un servicio público. Pero esta etapa debe ser también superada, y dentro de los conceptos de justicia social corresponde llegar al ideal contemporáneo, en virtud del cual la caridad que en el medioevo exigía la Iglesia y en la actualidad la ejerce el Estado, en gran escala, bajo la concepción de servicio público, debe fundarse en lo único que es compatible con la dignidad humana: en la previsión social.
A mi juicio, estamos viviendo un período de transición; estamos viviendo en algunos aspectos en la edad media; en otros, apenas hemos superado la revolución francesa, y sólo en muy pequeña escala se ha iniciado la asistencia médica fundada en la previsión, como es el ensayo magnífico de la Asistencia Médica de los Ferroviarios y de las Cajas del Instituto de Previsión, adopción práctica, concreta y ejecutiva de las nuevas direcciones médicos sociales que se debe a S. E. el Excmo. Señor Presidente de la Nación, quien, desde la Secretaría de Trabajo y Previsión, impuso el principio de la previsión como base de la asistencia médica, lo que supone para el futuro no sólo la solución integral y moderna de los problemas del enfermo, sino también una reorganización de la profesión médica, que no tiene más remedio que cambiar sus esquemas mentales para servir al pueblo de la Nación, contando para ello con recursos económicos suficientes y con planes justos y humanos. El médico encontrará, por ese camino, su propia solución y, en ese sentido, transcurridos no muchos años, nadie podrá dejar de agradecer al general Perón el mérito de esta avanzada y humanitaria iniciativa social, por la que tanto bregaron aquellos grandes médicos que vieron algo más allá de la simple técnica profesional.
En los albores de este siglo, sobre todo en el interior del país -y aún actualmente- el hospital estaba rodeado de cierto temor popular, no del todo injustificado, y sólo recurrían a sus servicios los desvalidos sin hogar o los aquejados de dolencias muy graves. Está fresco en la mente de todos ciertos episodios y se sabe que aún perdura en algunos ambientes la idea de que al hospital se va sólo a morir, a esperar la muerte.
Casas de salud
Frente a exponentes de la arquitectura hospitalaria, como este hospital de Río Cuarto, el pueblo terminará por olvidar esas reminiscencias para comprender que el hospital es un establecimiento indispensable para curarse y del cual no pueden prescindir ni las clases pudientes, ni aun cuando éstas llamen a sus curatorios con el nombre más pomposo y tranquilizador de sanatorios.
Personalmente aspiro a algo más para el hospital. Estoy decidido a que, Dios mediante, los hospitales argentinos no sean sólo casas de enfermedad, sino casas de salud, de acuerdo a la nueva orientación de la medicina, que tiende a evitar que el sano se enferme, o a vigilar al sano para tomarlo al comienzo de cualquier padecimiento cuando éste es fácilmente curable. En otros términos, trataremos primero de transformar los hospitales -que actualmente son centro de cura, en “centros de medicina preventiva”- y luego, en una segunda etapa, cuando se organicen las obras complementarias de higiene, de asistencia y recuperación social, sean verdaderos centros de salud.
Anhelamos esta transformación, porque ella es inseparable de los propósitos formulados por la revolución y porque si pretendemos señalar una época en la historia, debemos intensificar con inteligencia y perseverancia todo aquello que sea servir al pueblo, constituido en su 65% por los no pudientes, los más necesitados del apoyo de la Nación. En esta materia, cuanta más alta es la inspiración moral que nos decide a obrar, menos mundana resulta la obra.
Ayudar al prójimo como a sí mismo
El cuerpo médico y nuestros hospitales han procurado siempre compensar sus deficiencias técnicas y la pobreza en que todavía se debaten, sirviendo a la población según el precepto divino de ayudar al prójimo como a sí mismo. Valga esta elevada norma cristiana como excusa de nuestras propias deficiencias y valga también el hecho de que, en nuestra patria, se presta asistencia médica sin negársela a nadie, sin hacer de ello un artículo de comercio, concepto éste que no domina en otros países, que exponen con orgullo sus grandes nosocomios, pero exhibiendo en la puerta las leyes de asistencia que la cierran para el extranjero y que obligan a que todo beneficiario pague su asistencia médica.
Pero tenemos mucho que hacer. Nos espera una inmensa tarea, que aún no hemos comenzado y que no comenzará hasta no tener terminados nuestros planes. Por lo mismo, no miremos tanto al pasado, haciendo balances fríos de los hechos; demos por bueno lo existente y pongamos todo nuestro empeño para hacer algo mejor.
Deseo que estas palabras sirvan de homenaje a mis antecesores, quienes con su esfuerzo contribuyeron a perfeccionar el sistema asistencial de nuestro país, y deseo testimoniar también mi devoción a todos aquellos que sin distinción de partidos políticos han contribuido a la honrosa tarea de poner en funcionamiento este hospital de Río Cuarto, que es la síntesis, en el tiempo, de un esfuerzo colectivo y espiritual.
150.000 camas en el país
Si se tiene en cuenta que son necesarias de 10 a 13 camas por cada mil habitantes (1,3%) para atender nuestros enfermos, deberíamos contar, como mínimo, con 150.000 camas en todo el país, y sólo disponemos actualmente de 70.000, es decir menos de la mitad. He aquí el primer problema: construir nuevos establecimientos y darles el acento social que propugnamos.
En lo que con hospitales se relaciona no sólo tenemos el déficit cuantitativo que acabo de señalar, sino que existe, paralelamente, un déficit cualitativo.
En materia de asistencia al crónico, al convaleciente y al anciano, estamos, apenas, en los rudimentos; con este destino no contamos ni siquiera un millar de camas para resolver aquellos problemas que por su naturaleza son muy penosos y escapan a toda ayuda y a todo contralor del médico y de la sociedad. ¿A qué hablar de la falta de camas para los tuberculosos y los alienados? Es un tema trillado; desde cincuenta años a esta parte, los gobiernos lo han afrontado con emoción, pero superficialmente, con paliativos, sin acertar con las verdaderas soluciones de fondo, que son de índole económica y social, y no del resorte exclusivo de la ciencia médica. Lo mismo diré de los 1.700 muertos por año en accidentes de trabajo y de los 340.000 traumatizados, como del abandono por el Estado de la rehabilitación y recuperación de los mutilados, verdaderos parias de nuestras cajas de seguro; de las fecundas madres, sobre todo en las llamadas provincias pobres, sobre quienes no se sabe cómo se asistirán en el parto y cómo atenderán luego al hijo.
La obra de asistencia social de las maternidades, iniciadas hace dos décadas, ha quedado relegada a los centros urbanos, a los núcleos importantes de población con desamparo de los medios rurales que es, justamente, por donde debía haberse iniciado. Y como si esto fuera poco, cabe señalar el funcionamiento inorgánico de nuestros hospitales, consecuencia natural de la forma también inorgánica en que se han desarrollado. Los conceptos modernos de unificación en el estilo de las construcciones, en el ajuar, en los costos, en su contabilidad y administración, en su nomenclatura y estadística, son totalmente desconocidos. No hay dos hospitales iguales; no hay dos cocinas de hospital que trabajen de igual manera; no hay dos distribuciones de personal hechas de igual manera.
Las realizaciones del general Perón
No señalaría éstas y otras deficiencias si no abrigara el firme propósito de repararlas, aparte de que esperamos completar la cadena asistencial con los eslabones que faltan. Si no se realizara esa obra, habría defraudado al pueblo en la acción que tanto espera del gobierno, por lo mismo que sabe que el general Perón es un gran realizador y un conductor identificado con sus necesidades y sus anhelos.
Y debemos iniciarla por los rincones más humildes de la Nación, sin dejarnos acaparar por la ciudad con el incentivo del prestigio y de los aplausos que allí se recoge más rápida y fácilmente. Hemos de actuar principalmente, en los pueblos apartados y pobres, aunque ello sea menos lucido, porque entiendo que la patria es una y única y no puede aceptar diferencias entre sus hijos o entre sus provincias.
Pero no es posible que todo sea obra del Estado nacional; corresponde a las provincias, a los municipios y a los vecindarios identificarse con las necesidades y los grandes problemas de la Salud Pública, del mismo modo que en las horas iniciales de nuestra emancipación, esos vecindarios supieron afrontar con eficacia la tremenda responsabilidad de contribuir a asegurar y a organizar la Nación, la educación común y la formación espiritual del pueblo.
Estadísticas impresionantes
Los catorce millones de habitantes de nuestro suelo pagan un tributo a la muerte que puede estimarse en 12 fallecimientos por cada mil personas. Esto significa que, anualmente, tenemos 168.0 bajas por muerte. En los países más adelantados han logrado reducir esas pérdidas a una cifra que no pasa de 9 fallecimientos por cada mil habitantes. Si nos colocáramos al mismo nivel de esos pueblos, podríamos evitar esos tres muertos de cada mil, lo que significa un ahorro de potencial humano de 42.0 seres salvados en el año, con sólo valorizar y organizar debidamente nuestra asistencia médica y nuestra sanidad nacional. Evitando esas muertes, que significan, por otra parte, un capital de inversión de 210 millones de pesos por año, salvaríamos un equivalente de factores de consumo y producción.
Esas 42.000 muertes ahorradas implicarían, de acuerdo a los índices proporcionales, una cifra de enfermedades evitadas que resulta de multiplicar aquélla por 10, es decir 420.000, así como también un triple de inválidos prevenibles, 126.000 personas, a quienes libraríamos de una existencia al margen del trabajo y de la sociedad, todo esto sin contar las derivaciones sociales de la incapacidad, la orfandad y la viudez.
Si solamente en muertes evitables pero que no se evitan se pierden 200 millones de pesos por año, ¿por qué no podríamos, por lo menos, invertir esa cantidad en beneficio de la Salud Pública? Cualquier suma que se invierta en el cuidado de la salud del pueblo, será siempre devuelta por ese mismo pueblo con creces, por los valores económicos que dejaron de perderse, ya que las cifras demuestran que la salud es el bien existente más productivo.
Pero no todo han de ser camas y hospitales. Un hospital bien organizado puede atender cinco veces más enfermos “verticales” que internados. Todo depende de una eximia organización de los consultorios externos, fundada en la asistencia en equipo dentro de los mismos y en forma seriada; de ese modo, un peso invertido en el consultorio externo rinde 5 veces más que igual suma invertida en camas de asistencia. Llamó la atención del señor director y de los señores médicos sobre este concepto y deseo que comiencen a aplicarlo inmediatamente en el Hospital de Río Cuarto.
Sistema abierto de asistencia médica
La aplicación de esta idea nos permitirá desarrollar la otra complementaria, la del sistema abierto que consiste en llevar la asistencia médica al mismo domicilio, idea que ya germinó en San Vicente de Paul, hace tres siglos, mucho antes de que aparecieran las modernas orientaciones de la Seguridad Social, que la han adoptado y actualizado como una reacción defensiva del sentido del hogar y del núcleo familiar, en horas en que las masas tienden a descargar sobre la sociedad y sobre el Estado todos sus problemas y necesidades.
Un escritor argentino expresó, en cierta oportunidad, “que la muerte de un hombre representa una tragedia y la muerte de mil hombres una estadística”. No era esa, por supuesto, más que una forma de expresar sintéticamente un pensamiento político. Con ese mismo criterio, cuando yo he hablado con cifras y he supuesto equivalencias económicas de la vida de un hombre, no he querido otra cosa que hacerme entender por el lenguaje simple y popular de los números.
Sé demasiado señores, que la vida humana no cuenta en las estadísticas y sé que la salud del pueblo es la mejor fortaleza de la patria y la más segura garantía de alcanzar, en la posteridad, los grandes destinos que nos están reservados como nación. Sé, sobre todo, que la vida y la salud no nos pertenecen a nosotros, sino a Dios que nos manda cuidarlos como los bienes más preciados. Respetemos sus mandamientos. Los anales de la humanidad están llenos de formidables señales de la justicia omnipotente marcadas sobre los pueblos que se corrompieron en el descreimiento y en el materialismo, y cayeron por eso, sin la piedad de Dios y deshonrados ante la historia.
Invoquemos a Dios al inaugurar esta obra que ponemos bajo su protección, para que pueda cumplir los fines sociales a que está destinada.
En nombre del Excelentísimo Señor Presidente de la Nación, general Perón, declaro, pues, abiertas al pueblo los puertas del Hospital “17 de Octubre”, esa fecha que marca para la Nación el comienzo de una nueva etapa histórica y que desde el frontispicio de esta casa marcará también el comienzo de una nueva etapa de la medicina social en la Argentina.
Extraído de «Ramón Carrillo. Política sanitaria argentina», Ministerio de Salud y Ambiente de la Nación 2006 (Selección de capítulos del libro Política sanitaria argentina del Dr. Ramón Carrillo, 1949).
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