10 mayo, 2022
Pasó medio siglo desde que reconocidos científicos de Estados Unidos diseñaron un experimento sobre la evolución de la sífilis con 400 personas de un pueblo rural en Alabama. Nunca les advirtieron que no recibirían un tratamiento efectivo. Tampoco, que el experimento se prolongaría durante 40 años y que pasarían por una autopsia luego de morir.
Se llamó “experimento Tuskegee” e incluía punciones lumbares a los participantes del estudio para diagnosticar la afectación del sistema nervioso por sífilis. Nunca se les dio el diagnóstico. Se les dijo que les estaban inyectando una sustancia terapéutica cuando sólo recibían tónicos y aspirinas como placebo.
El experimento los mantuvo en desconocimiento de su dolencia. Mientras ocurría esto, la comunidad científica aplaudía los logros. Se hablaba de un “estudio histórico” encabezado por algunos de los médicos más prestigiosos de su tiempo.
Experimento Tuskegee
Las personas del poblado de Tuskegee –mayormente campesinos iletrados y en situaciones de pobreza- se prestaron al experimento porque les ofrecían atención médica y cobertura de sepelio. Pero ni siquiera en 1947, cuando se instauró públicamente la penicilina como tratamiento para la sífilis, los pacientes recibieron antibióticos. Muchos –no está claro todavía cuántos- murieron por sífilis.
Las lecciones del infame “experimento Tuskegee” resuenan en la pandemia y deben ser tomadas en cuenta. Así lo advierte Martin Tobin, uno de los mayores expertos mundiales en medicina respiratoria y bioética del mundo. El médico saltó a la fama cuando participó como experto en el juicio por la muerte de George Floyd, en Minneapolis. Un evento social y político que disparó el movimiento “Black Lives Matter”.
¿Cómo es posible que se someta a una población vulnerable a un tratamiento riesgoso sin su consentimiento? ¿Por qué se le niega a la persona el tratamiento que puede curarla? ¿Qué grado de consciencia y cuidado tienen los médicos reconocidos que participaron en un estudio tan reprensible? La respuesta es compleja, reconoce Tobin.
La falta de imaginación para ponerse en el lugar del otro, la racionalización y las limitaciones institucionales son obstáculos para tomar cartas en el asunto. La lección central del estudio de Tuskegee es la “necesidad de detenerse y pensar, reflexionar y examinar la propia conciencia, el coraje para hablar”, dice el profesor de la Universidad Loyola, en Chicago. “La historia, aunque trata del pasado, es nuestra mejor defensa contra futuros errores y transgresiones”, escribe Tobin en un flamante artículo publicado en el American Journal of Respiratory and Critical Care Medicine, donde analiza el caso de Tuskegee a la luz de la bioética.
Ética y salud
El experimento de Alabama comenzó en 1932 y sólo terminó en 1972, cuando se denunció en la prensa la manipulación de los participantes. Es un ejemplo de racismo en el campo de la salud y organizado desde las más altas esferas del gobierno –los científicos pertenecían al Servicio Público de Salud , el actual CDC-, el estudio coordinado por el Instituto Tuskegee pareció marcar un antes y un después en la medicina. Pero lo cierto es que la experimentación fuera de códigos éticos se repitió muchas veces desde entonces.
Entre 1946 y 1948, el mismo grupo de científicos inoculó con sífilis y gonorrea a centenares de personas (soldados, prostitutas, pacientes de hospitales mentales e, incluso, huérfanos) en Guatemala para estudiar cómo se transmitían las llamadas “enfermedades sexuales”. Más recientemente, otros investigadores usaron placebos en un estudio con embarazadas africanas con HIV-Sida, a las que se dejó sin tratamiento mientras se probaba el medicamento AZT.
Aunque en la segunda mitad del siglo XX, y especialmente después del nazismo y los experimentos de Mengele, se instauraron reglas para impedir el uso de seres humanos para investigación sin su consentimiento, las normas formales a veces no alcanzan para prevenir la manipulación de la población en cuestiones de salud. Es preciso que cada médico revise a conciencia las prácticas en las que participa y alerte sobre la posible falta de ética cuando trabaja con pacientes, subraya Tobin.
El consentimiento informado a pacientes
“Lo que le ocurrió a las 400 personas en Tuskegee constituyó la base de las regulaciones que controlan la investigación en todo el mundo hoy”, apunta el prestigioso médico e investigador de origen irlandés y residencia en Estados Unidos. El consentimiento informado antes de participar en prácticas experimentales y las regulaciones bioéticas de los ensayos con seres humanos buscan proteger actualmente los derechos y la seguridad de los pacientes. Sin embargo, no alcanzan para impedir completamente los malos comportamientos, insiste Tobin.
No se trata sólo del secreto. El experimento de Tuskegee se hizo, orgullosamente, frente a toda la comunidad científica. “A lo largo de 37 años se publicaron más de 15 trabajos sobre Tuskegee en revistas científicas prestigiosas. Ningún científico ni médico del mundo publicó un comentario o una crítica sobre la ética del experimento”, recuerda Tobin. Tuvo que intervenir un trabajador social y un periodista del New York Times para que los experimentos con sífilis se detuvieran. Tobin reclama ahora que la lección de Tuskegee no sea olvidada.
“La gente depende de que los investigadores y médicos se mantengan vigilantes sobre la exactitud de los resultados publicados y la ética en los cuales se basan”, insiste el especialista en medicina respiratoria, quien en los últimos tiempos alertó numerosas veces a sus colegas sobre prácticas poco éticas a la hora de intubar pacientes con COVID-19. “Cuando los médicos y los científicos fallaron en criticar los métodos del estudio Tuskegee o la integridad de los investigadores principales, pusieron en peligro a toda la profesión médica, contribuyeron a la muerte de los participantes y extendieron el sufrimiento de los familiares”, se lamenta Tobin.
Otra vez, sífilis
A la luz de Tuskegee y otras experiencias, no es de extrañar la falta de confianza de una parte de la población en las medidas de salud pública tomadas durante la pandemia y más allá. De hecho, la sífilis hoy vuelve a afectar a grandes poblaciones de países ricos y pobres, a pesar de que existen antibióticos para tratarla y tests de sangre para diagnosticarla en forma rápida.
Según la Organización Mundial de la Salud, cada día un millón de personas contraen una infección por transmisión sexual (HIV-Sida, sífilis, gonorrea, clamidiosis u otras). En la Argentina, según datos oficiales del Ministerio de Salud , 56 de cada 100.000 habitantes padecían sífilis en 2019 y más de 1 de cada 1000 recién nacidos, también estaban infectados al ver la luz. Aunque las cifras parecen haber bajado en 2020, todavía la situación es preocupante, debido a los pocos controles médicos y la caída en los tests para diagnosticar sífilis durante la pandemia.
Qué es la sífilis
Causada por la bacteria Treponema pallidum, no quedan dudas de que la sífilis puede hoy ser curada con antibióticos. Pero si no se trata, puede dar lugar a úlceras en el pene, el ano, la boca y la vagina. Además, con el transcurso del tiempo, también a parálisis, ceguera, demencia y, finalmente, la muerte. El grupo en mayor riesgo de infección en la actualidad es el de los jóvenes de entre 15 y 24 años. Así lo advirtió la Sociedad Argentina de Ginecología Infanto-Juvenil. Los ginecólogos insisten en la necesidad de usar preservativos y campos de látex durante las relaciones sexuales. Es la manera más efectiva para evitar la transmisión de virus y bacterias. Los especialistas también reclaman diagnosticar la enfermedad en las embarazadas, para tratarlas y evitar que pasen la infección al bebé.
Para poner freno a la epidemia de sífilis y otras enfermedades infecciosas, es preciso que la población confíe en las soluciones que pueden aportar la medicina y las investigaciones científicas. Pero para que confíen, es preciso que los ensayos de medicamentos y vacunas se realicen con transparencia, y los resultados se pongan rápidamente a disposición del público. Martin Tobin agrega algo más: es necesario que los médicos continúen revisando sus propias prácticas a la luz de la ética. Sólo así podrán alertar a sus colegas o a la sociedad cuando se cruce un límite en la dignidad humana.
Por Alejandra Folgarait @alefolgarait
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