30 diciembre, 2020
Desde los primeros rumores sobre extraños casos de neumonía que se diseminaban por China en diciembre de 2019 hasta que una mutación del virus originada en Gran Bretaña obligó a cerrar aeropuertos hace pocos días, ha pasado mucha agua bajo el puente de la salud de la humanidad.
Basta decir que enfermaron más de 80 millones de personas por una enfermedad jamás vista antes. Murieron casi 2 millones de seres humanos en el planeta. Sólo en la Argentina, fallecieron casi 43.000 habitantes por COVID-19 desde el 7 de marzo, cuando se produjo el primer deceso en el país de un hombre de 64 años.
El virus que puso en jaque al mundo
En 2020, el planeta se sacudió entre espasmos de terror y encierro. Por su parte, los científicos exprimían sus horas buscando soluciones para diagnosticar y tratar la inusitada peste respiratoria. Tras gigantescos esfuerzos, dinero y sacrificios millonarios en vidas y dinero, un puñado de vacunas asomaron como el sol tras una granizada. Quizás, musitaron los expertos al filo del año nuevo, se le podía poner fecha de vencimiento a la pandemia. Una fecha como la de las latas de atún. Digamos, 2023, 2024.
Antifaces, máscaras, tapabocas, pantallas de plástico salieron de las películas de ciencia ficción para instalarse como si tal cosa en las calles de cualquier barrio. Todos nos convertimos en astronautas en la Tierra, temerosos de contagiarnos de un agente desconocido, peligroso, invisible.
Lamentablemente, todo indica que el nuevo virus no será el último. El director de la Organización Mundial de la Salud, Tedros Ghebreyesus, acaba de advertirlo: “tenemos que prepararnos para lo que viene”. Pero lo más importante será haber aprendido las lecciones de este año. La humanidad no estaba preparada, y el nuevo coronavirus golpeó fuerte y duro. Gracias a la tarea incansable de científicos, enfermeros y médicos –miles dejaron su vida-, una esperanza se abre a futuro.
Shock inicial
Cuando se levantó el velo que cubría la epidemia de Wuhan, el primer objetivo fue descifrar los componentes genéticos del agente causal y nombrar al enemigo. El 11 de enero se publicó el genoma del nuevo coronavirus, que fue bautizado en febrero como “SARS-COV-2”, es decir, el segundo virus SARS de la familia de los coronavirus.
Los coronavirus están constituidos por ARN (una molécula genética más simple que la doble hélice de ADN). Se transmiten por vía respiratoria y pueden tener alta letalidad o pasar como un simple resfrío invernal.
El nuevo virus –proveniente de algún lejano murciélago u otro animal asiático- se transmitía por el aire a través de partículas ínfimas como el humo de un cigarrillo.
El SARS-COV-2 mostró ser menos mortífero que el primer SARS que invadió Asia pero probó contar con una mayor capacidad de transmitirse. Muy pronto, los aviones depositaron al virus en todo el punto del planeta y los hospitales comenzaron a llenarse de personas con problemas para respirar. De pronto, se generó una carrera mundial por hacerse de aparatos sofisticados que sólo conocían quienes habían ingresado a una terapia intensiva. Además de los respiradores mecánicos, los países comenzaron a pelearse por acceder a barbijos quirúrgicos y máscaras N° 95, antes reservadas para procedimientos médicos puntuales.
El miedo y el desconocimiento
Muy pronto se tornó claro que la edad era el mayor factor de riesgo para morir. Los brotes en geriátricos diezmaron a miles de ancianos. Si bien el 80% de las personas infectadas sólo padecían una enfermedad leve, el 20% requería internación y un 5% de ellos requería cuidados en terapia intensiva. Aunque la mortalidad mayor a la de cualquier gripe asustó a muchos, no resultó tan alta finalmente.
Al principio, las personas huyeron de estornudos y toses. Muchos se obsesionaron con limpiar frenéticamente objetos, barandillas, picaportes donde pudieran asentarse las gotitas infecciosas del virus, pero más temprano que tarde se hizo evidente que el nuevo virus –proveniente de algún lejano murciélago u otro animal asiático- se transmitía por el aire a través de partículas ínfimas como el humo de un cigarrillo. Fue entonces que las autoridades sanitarias occidentales tuvieron que reconocer la importancia del uso de barbijos, aunque sea de fabricación casera.
La fácil difusión de los aerosoles del virus terminaron de convencernos de que abrir las ventanas era más importante que cerrarle la puerta a desconocidos. Y, los barbijos no eran un adminículo sólo necesario en entornos médicos. Antifaces, máscaras, tapabocas, pantallas de plástico salieron de las películas de ciencia ficción para instalarse como si tal cosa en las calles de cualquier barrio. Todos nos convertimos en astronautas en la Tierra, temerosos de contagiarnos de un agente desconocido, peligroso, invisible.
Una época sombría
Si algo le faltaba a la película de terror fue en lo que se convirtió el mundo: las cuarentenas y las calles desiertas, los niños sin ir a la escuela, los estadios silenciosos, las pantallas omnipresentes y la distancia social obligatoria de 2 metros, que impidió hasta los abrazos y las reuniones sociales. A esas dimensiones subjetivas, que potenciaron la ansiedad y la depresión en los jóvenes, se le contrapusieron sucesivas recomendaciones de salud pública, a veces contadictorias, a medida de que el conocimiento avanzaba y los médicos descartaban tratamientos viejos y nuevos.
Así perdieron la carrera terapéutica los antivirales que resultan tan exitosos contra el HIV-SIDA y varios quimioterápicos que prometían contra el cáncer. Ni siquiera el plasma de personas convalecientes, que había sido tan útil para tratar la Fiebre Hemorrágica Argentina y el Ebola, tuvo mayor éxito en los pacientes graves de COVID-19, cuyos pulmones muestran estragos increíbles hasta para los médicos más veteranos. Al final, un corticoide tan viejo como la dexametasona, el antiviral remdesivir, un cóctel de anticuerpos y un nuevo suero elaborado en caballos parecen ser los únicos tratamientos que funcionan en algunos pacientes.
Ni la invermectina ni la hidroxicloroquina ni el dióxido de cloro obtuvieron resultados positivos, más bien todo lo contrario.
La mayoría de las 4.000 mutaciones que ya experimentó el SARS-COV-2 son inofensivas, simples cambios que se producen al azar cuando los virus se reproducen en los húespedes humanos. Pero a veces esas mutaciones pueden significar una ventaja para el virus: que se transmita más rápido.
Quizás uno de los desarrollos más importantes durante este año fue la producción de tests de todo tipo para identificar el virus en el organismo humano, primero en la mucosa de la nariz y la garganta, luego en saliva, sangre y hasta orina. Millones de personas aprendieron a conjugar el verbo “hisopar” y a distinguir entre tests PCR (para detectar las moléculas genéticas del virus) y tests de anticuerpos (para verificar sus huellas pasadas).
Hoy, cuando comienzan a fabricarse tests rápidos que escupen resultados en 15 minutos, el panorama epidemiológico puede cambiar mucho, ya que las personas infectadas podrán aislarse antes y no contagiar a sus contactos estrechos, y los viajeros podrían testearse al subir y bajar del avión.
Sin embargo, hay que decir que en la Argentina este fue un año de pocos tests destinados fundamentalmente a personas con síntomas muy evidentes y con resultados tardíos, incapaces de frenar la diseminación del virus desde Buenos Aires hacia todas las provincias.
El misterio de los asintomáticos
El descubrimiento de que la enfermedad que se bautizaría como “COVID-19” no sólo producía síntomas respiratorios semejantes a la gripe (tos, estornudos, dolor de garganta, malestar físico) sino que también producía pérdida del gusto y el olfato, diarrea y náuseas, erupciones en la piel y dolores en el pecho no sólo sorprendió a los médicos sino que también obligó a emplear muchos más tests diagnósticos para confirmar los casos sospechosos.
La guinda del trágico postre fue el hallazgo de personas con COVID-19 sin síntomas, capaces de contagiar sin mostrar una sola señal de enfermedad o un par de días antes de desarrollar síntomas. Estos “asintomáticos” multiplicaron los casos de transmisión viral mientras pasaban inadvertidos y terminaron engrosando la necesidad de testear.
A esto se le sumó el creciente número de personas que persisten con síntomas después del período agudo de la enfermedad. Este llamado “long COVID” empieza a ser reconocido como un problema sanitario de cuidado porque incapacita durante largos meses a personas jóvenes, mayormente mujeres, con hormigueos en los miembros, palpitaciones, fatiga extrema, alteraciones en la memoria u otros síntomas que se mantienen en forma prolongada.
Si bien volver a salir a la calle después de extensas cuarentenas generó alivio a la población, muy pronto los casos y los muertos volvieron a trepar por la empinada ladera pandémica en Europa y Estados Unidos. Los expertos, que saben que las grandes epidemias de influenza (gripe) se produjeron en oleadas sucesivas cada vez más severas, saben que estos rebrotes son inevitables y, por eso, insisten en las medidas que, desde la Edad Media, surten efecto:
- lavado de manos frecuente
- aislamiento de casos sospechosos
- máscaras que cubran nariz y boca
- actividades al aire libre
- distanciamiento físico
Mutaciones del virus
Los virus cambian algunos de sus componentes a medida de que evolucionan y, a menudo, de forma imprevisible. De modo de que es fundamental que los científicos de distintos países vigilen su composición genética regularmente, para detectar las mutaciones que se producen y su impacto clínico.
La mayoría de las 4.000 mutaciones que ya experimentó el SARS-COV-2 son inofensivas, simples cambios que se producen al azar cuando los virus se reproducen en los húespedes humanos. Pero a veces, como detectaron recientemente en Inglaterra, algunas de esas mutaciones pueden ofercerle al virus alguna ventaja, como transmitirse más rápidamente.
Las mutaciones que tienen más “éxito” se imponen sobre los linajes de virus más “lentos”. Así, los contagios se multiplican y obligan a redoblar las medidas de seguridad. Esto no significa necesariamente que la enfermedad sea más virulenta o letal. Quizás se contagien más que antes los jóvenes y los niños. Habrá que esperar a ver cómo evoluciona el nuevo linaje que, a pesar de las medidas restrictivas en vuelos provenientes de Londres, ya se encuentra en decenas de países, desde Canadá a Italia y Australia.
En la Argentina, un estudio sobre más de 500 muestras de virus realizado por expertos de distintos institutos y universidades concluyó que el linaje de la “mutación británica” (conocida como B.1.1.7) todavía no circula en el país. Sin embargo, hay mutaciones similares ya en Brasil y en Sudáfrica y parece cuestión de tiempo detectarla también en el Cono Sur.
Cambia, todo cambia
Como sea, habrá que estar preparado para enfrentar cambios en el SARS-COV-2 durante bastante tiempo. Quizás, incluso, haya que adaptar los tests diagnósticos y las futuras vacunas a los nuevos caprichos biológicos del invisible enemigo que modificó completamente nuestra vida en el año 2020.
La inmunización de crecientes números de la población con vacunas autorizadas es, sin dudas, el camino de salida a esta pandemia, pero la completa vacunación no llegará hasta dentro de un par de años. Mientras tanto, habrá que seguir cuidándose, ya que el virus seguirá circulando y las reinfecciones, aunque infrecuentes, son posibles incluso en quienes ya padecieron COVID-19.
También habrá que encontrar la forma de no descuidar otras enfermedades que causan alta mortalidad en la población, como las cardiovasculares y los cánceres. Muchos médicos alertaron este año sobre el exceso de muertes por infarto y ACV que se produjeron por dedicar todos los recursos y camas al COVID mientras se recomendaba a la gente quedarse en casa. Se teme que, cuando todo esto pase, habrá un retroceso en el progreso que se había conseguido en otros frentes sanitarios, desde el dengue y el Chagas a la hipertensión y la obesidad.
“La pandemia este año ha sido muy severa”, reconoció Mike Ryan, el director de Emergencias de la OMS. “Se ha expandido por el mundo rápidamente y ha causado muchas muertes, pero –advirtió- no fue necesariamente la gran pandemia. Tenemos que prepararnos para algo más serio en el futuro”.
América ha sido el continente más golpeado. «Desde el inicio de esta pandemia, la Región de las Américas ha registrado casi 31 millones de casos y 787.000 muertes por COVID-19. Esto representa aproximadamente la mitad de todas las infecciones y muertes por esta enfermedad en todo el mundo», dijo Clarissa Etienne, directora de la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
Tiempo de celebrar
Por el momento, es tiempo de celebrar la llegada de vacunas para quienes enfrentan los mayores riesgos: el personal de salud, los mayores de 60 años y quienes padecen comorbilidades como diabetes, hipertensión, antecedentes cardíacos y obesidad. También será prioritario inmunizar a trabajadores esenciales, docentes y personas en situaciones de alta vulnerabilidad social. Hasta el momento hay sólo 3 vacunas autorizadas en el mundo, pero todas tienen más de un 90% de eficacia para evitar las formas graves de la enfermedad. Y pronto vendrán más y mejores productos para inmunizar a la población.
Es cierto que habrá que esperar meses para evaluar la seguridad de las vacunas en las embarazadas, los pacientes inmunosuprimidos y, por supuesto, los niños. Pero hay razones para brindar por un simbólico cambio de año. Se han perdido muchas vidas, se han cometido errores sanitarios y se ha generado una epidemia de desinformación, se ha tratocado la economía de miles de millones en el mundo y hasta se ha perdido la posibilidad de despedir a los difuntos y de educar formalmente a muchos chicos, pero también se han hecho grandes avances científicos y médicos, que eran impensables el 11 de marzo pasado, cuando la OMS declaró el estado de pandemia.
En cualquier caso, el alivio de dejar el 2020 atrás es indiscutible. Pero el desafío del COVID-19 continuará.
REDACCIÓN PENSAR SALUD
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